"El que lee mucho y anda mucho ve mucho y sabe mucho" (CERVANTES)
En el año 1570 el Rey Felipe II encomendó al médico toledano Francisco Hernández la misión de ir a las Indias occidentales para tomar relación de “todas las yerbas, árboles y plantas medicinales que hubiera” y conocer “qué experiencia se tiene de las cosas susodichas…”. Para ello le nombró Protomédico general de las Indias, islas y tierra firme del mar océano, un cargo que le convertía en la primera autoridad sanitaria del Nuevo Mundo. La encomienda contenía, sin embargo, algunas muy precisas limitaciones y tres formidables errores de valoración que la condicionaron de manera negativa: el primero, que el protomédico hallaría fácilmente la colaboración que necesitaba de las autoridades virreinales y “de todos los médicos, cirujanos, herbolarios e indios y de otras personas curiosas…”; el segundo, que la investigación podía y debía realizarse en sólo cinco años “desde el día que os hiciérades a la vela en los puertos de Sanlúcar o Cádiz”; y el tercero, y más determinante, que el comisionado obedecería estrictamente las instrucciones recibidas ignorando su natural pasión por la obra de Plinio el Viejo y por las plantas. Este mal urdido plan hizo que finalmente la misión se quedara a medias y no recibiera los parabienes que merecía. El monarca, con su hacienda casi quebrada, renunció a llevar a la imprenta la monumental Historia natural de la Nueva España que el protomédico redactó tras explorar distintas regiones de México, pero consintió que un médico napolitano de la Real Cámara hiciera un compendio de esta para salvar la parte de utilidad pública que la misma tenía, una decisión que el protomédico entendió como una humillación y que le hizo revolverse contra quienes la avalaron, y especialmente contra el autor de la sinopsis. Finalmente terminó “muriendo de pena” en su casa de Madrid sin ver cumplidos sus deseos de que sus libros fueran publicados.
“De la ilusión al olvido” no es un relato de aventuras ni tampoco una biografía. Es una novela que rescata la figura del protomédico Francisco Hernández y algunos fragmentos de sus obras (otros son adaptados o imaginados) para presentar el resultado de la comisión científica que se le encargó y el panorama político, religioso, cultural y científico de España en la segunda mitad del siglo XVI.
Licenciado en Filosofía y Letras (Geografía e Historia) por la Universidad Complutense, Máster en Gestión Pública Directiva por la Universidad Carlos III y Diplomado en Comunidades Europeas por la Escuela Diplomática.
Como funcionario de carrera del Cuerpo Superior de Administradores Civiles del Estado obtuvo el Diploma de Inspector y hasta su jubilación prestó servicios en distintos ministerios y organismos del Estado, y como profesor asociado impartió docencia en el departamento de Ciencia Política y Sociología de la Universidad Carlos III.
Además de algunas publicaciones relacionadas con los puestos de trabajo que desempeñó, en el año 2016 coordinó la edición y colaboró en el libro "El colegio de La Unión, desde Aranjuez a Carabanchel" (Editorial Didot).
I. LA BOTICA DE EL ESCORIAL
II. DIÁLOGO SOBRE LAS MARAVILLAS NATURALES DE LA NUEVA ESPAÑA
III. SOBRE LIBROS Y LIBREROS
IV. ANTE EL SECRETARIO VÁZQUEZ DE LECA
V. A NICOLÁS MONARDES
VI. UNA COROGRAFÍA Y UNOS MAPAS DE NUEVA ESPAÑA
VII. A FRANCISCO MICÓN
VIII. UN NUEVO LIBRO
IX. SOBRE LAS ENFERMEDADES DE NUEVA ESPAÑA. PROEMIO
X. DE LA ENFERMEDAD LLAMADA POR LOS INDIOS COCOLIZTLI
XI. AL DOCTOR AMBROSIO DE MORALES
XII. ENCARCELADO “AD CAUTELAM”
XIII. LA CAIDA AL ABISMO
XIV. EL TORTUOSO CAMINO
APÉNDICE: Las vicisitudes de una obra
I. LA BOTICA DE EL ESCORIAL
Mes de enero del año del Señor de 1585
Alejado del mundo turbulento que le rodea y en paz consigo mismo, el protomédico Francisco Hernández aspira casi exclusivamente a hacer que sus días sean más llevaderos evitando los excesos y durmiendo las horas necesarias, pues está a punto de cumplir setenta años desde que por primera vez abrió los ojos en La Puebla de Montalbán, en la llanura toledana, y a esa edad la decrepitud avanza de manera desbocada, sin freno ni rienda, e inmisericorde se lleva por delante la poca fortaleza física que aún no se ha gastado, porque el cuerpo humano, que contiene el alma intelectiva, está hecho de humores que se desequilibran y se pudren, de espíritus sutiles, de piel, nervios, huesos, grasa, carne, cartílagos y ligamentos, materia toda ella perecedera que el tiempo debilita, enflaquece y seca poco a poco hasta que llega la madurez, y muy deprisa después, cuando se alcanza la última de las siete etapas en las que se reparte y distribuye la existencia humana, en la que se atisba bajo una luz crepuscular el final del breve recorrido que nos queda por delante. Ya con los últimos alientos todo cuanto se haga para sortear la decadencia es inútil, porque ni los vivificantes preparados de yerbas ni la sana alimentación y el moderado ejercicio físico que en su tiempo aconsejaban Galeno y Maimónides reparan aquello que ha quedado irremediablemente dañado, ni las pócimas que neciamente recomienda Arnaldo de Vilanova en el “Thesoro de pobres” sirven para evitar lo inevitable: que los sentidos se emboten, las funciones vitales se vicien, los miembros se deterioren y que se pierdan el oído, el andar e incluso los dientes, “porque el don de vida que nos dio Naturaleza es incierto y flaco de cualquier manera que se nos conceda”, y siempre viene acompañado de la primera y última enfermedad verdadera que vamos a tener, que es la muerte, pues ésta no consiste como comúnmente se piensa en el acabar, sino en el ir acabando, lo cual comienza desde el primer sollozo de la cuna y con la primera leche que mamamos, y concluye cuando el Creador nos llama a su presencia. Como nos dejó escrito Marco Manilio, nacer es empezar a morir, y el último momento de nuestra vida es consecuencia del primero, que a todos nos fue dado sin reclamarlo.
Antes de regresar de su gran viaje a Nueva España su salud se quebró, y sabe que le queda poco tiempo con la candela en la mano, que es un árbol viejo que con dificultad aguanta los flatos vagos, los turbiones repentinos y las tempestades, por suaves que estas sean, y que apenas da sabrosos frutos. No obstante, el instante postrero, trágico para muchos, no le espanta. Ha visto demasiados finales y consolado a numerosos deudos. Ya ha agotado su capacidad de asombro ante algo que no es sino el último resultado de una ley natural que se aplica de manera inexorable a todos los seres vivos: el fuego interior del que se nutre nuestro espíritu termina de dos maneras posibles, o extinguiéndose rápidamente o agotándose de manera paulatina. Lo que el destino le tenga reservado sin duda ocurrirá, y nunca será excelso, nunca magnífico, pues en la muerte nunca hay gloria aunque así lo canten los poetas; es posible, por el contrario, que sea terrible o incluso ridículo, porque nadie, por muy grande que sea, tiene garantizado no acabar sus días a manos de su propio hijo en medio de un camino, como le ocurrió a Layo, rey de Tebas, u occiso por un oso, como murió el rey astur Favila, devorado por unos perros, como el filósofo Heráclito, ahogado con una pasa, como fue el morir del poeta Anacreonte, o invadido por una muchedumbre de piojos, como terminó Ferécides de Siro pese a tener poderes de predicción. Empero, su obligación es luchar orgullosamente a cara descubierta contra la parca que lo espera tercamente sentada al borde del camino o a la puerta de la casa, con la esperanza de hacerla vacilar y resistir su acoso durante un mes, o incluso un año, sin someterse a su señorío, sin suplicarle clemencia o un buen morir, porque despiadadamente hará aquello que le venga en gana y terminará, como hace siempre, arrastrando a su víctima hasta la oscura, maloliente y abrasadora madriguera que le sirve de refugio, para allí hacerla penar por los siglos de los siglos hasta que la redención le alcance.
Sólo le inquieta, como a cualquier buen cristiano, poder arrepentirse a tiempo de los pecados que cometió por un exceso de orgullo o por debilidad, y lograr el perdón divino tras una meditada y liberadora confesión, que ya ha comenzado a preparar valiéndose del Libro de las confesiones, de Martín Pérez. Mientras tanto, conserva la ilusión de alcanzar la mañana siguiente y está dispuesto a soportar pacientemente la cruz que le ha correspondido en suerte, y a pelear hasta el final contra el crepúsculo mental, la enfermedad y la estéril vejez que lo acosan y que se le aproximan de manera descarada queriendo destruirle poco a poco, porque le duele tener que dejar este mundo con una parte importante de su trabajo sin concluir, y que se pierda en el olvido aquello que realizó con enorme esfuerzo, y gastando de su salud, para mostrar a las gentes de España y de otros reinos la magnitud, la hermosura y la virtualidad de las cosas que pudo ver allende los mares, muchas de ellas extremadamente útiles para curar dolencias que incomodan e incluso matan, como la yerba atlilatl, que quita las nubes de los ojos, y el ahoyacpatli, la medicina suave y olorosa que es buena contra la tos vómica, la enfermedad a la que los griegos llamaban empiema y curaban con hierros al rojo, y que los latinos conocían como supuratio y trataban con yerbas.
¡Qué duros han sido los tres últimos años! No ha sido posible ninguna celebración; ni siquiera una mueca de alegría.
Qué no daría por volver a los veinte, a sus tiempos de estudiante artes y de medicina en Alcalá de Henares, la ciudad de los Santos Niños, cuando en su despreocupada juventud feliz jugaba con sus compañeros a las quínolas y a pares y nones, visitaba las tabernas y cantaba el “Veni Creator Spiritus”[1] en los actos académicos de la Universidad.
Hoy que tan cerca está de rendir cuentas ante el Creador, no obstante, se siente interiormente derrotado y humillado porque ha sido alejado de Palacio sin explicación alguna y han entregado su obra a un médico cortesano con buenas agarraderas para que la “arregle”. ¿Cuál ha sido su pecado? Aún no lo sabe. Nadie se ha tomado la molestia de explicarle las razones por las que ha perdido la gracia del rey.
Él cumplió con abnegación el encargo que justamente quince años atrás recibió de manos del soberano, el Invictísimo don Felipe el Segundo, Rey de España, de las Indias y protector de la Fe:
“Mandamos a vos el doctor Francisco Hernández, nuestro médico, ir a hacer la historia de las cosas naturales de nuestras Indias por la noticia y experiencia que de cosas semejantes tenéis, porque acatando vuestras letras y suficiencia y lo que nos habéis servido y esperamos que nos serviréis en esto, que así vais a entender por nuestro mandado”.
“Os habéis de informar dondequiera que lIegáredes de todos los médicos, cirujanos, herbolarios e indios y de otras personas curiosas en esta facultad y que os pareciere podrán entender y saber algo, y tomar relación generalmente de ellos de todas las yerbas, árboles y plantas medicinales que hubiere en la provincia donde os halláredes. Otrosí os informaréis qué experiencia se tiene de las cosas susodichas y del uso y facultad y cantidad que de las dichas medicinas se da y de los lugares adonde nascen y cómo se cultivan y si nascen en lugares secos o húmedos o acerca de otros árboles y plantas y si hay especies diferentes de ellas y escribiréis las notas y señales”.
Sin embargo, tras su regreso ha sido olvidado y arrinconado como se abandona y se olvida una abarca vieja y rota, sin tener en cuenta que “en cosas magnas el sólo dirigir a las cumbres excelsas el paso es algo grande y pleno de honra”. Por ello, vive únicamente con la ilusión de revisar cuanto ha escrito y de encontrar a alguien que quiera publicar las copias de los libros que atesora, todos ideados y redactados robando horas al descanso y a su familia, porque “toda la vida es batalla y todo tiempo tempestad” y quien se rinde sin pelear puede vivir y acabar muy conforme, pero también fatalmente atravesado y quemado por un rayo junto a árbol un día de tormenta o arrastrado por las aguas de un torrente desbordado, sin haber antes probado su fortuna.
(...)
[1] Ven Espíritu Creador
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